EL
CUENTO MÁS HERMOSO DEL MUNDO
Rudyard
Kipling
Se
llamaba Charlie Mears; Era hijo único de madre viuda; vivía en el norte de
Londres y venía al centro todos los días, a su empleo en un banco. Tenía veinte
años y estaba lleno de aspiraciones. Lo encontré en una sala de billares, donde
el marcador lo tuteaba. Charlie, un poco nervioso, me dijo que estaba allí como
espectador; le insinué que volviera a su casa.
Fue
el primer jalón de nuestra amistad. En vez de perder tiempo en las calles con
los amigos, solía visitarme, de tarde; hablando de sí mismo, como corresponde a
los jóvenes, no tardó en confiarme sus aspiraciones: eran literarias. Quería
forjarse un nombre inmortal, sobre todo a fuerza de poemas, aunque no desdeñaba
mandar cuentos de amor y de muerte a los diarios de la tarde. Fue mi destino
estar inmóvil mientras Charlie Mears leía composiciones de muchos centenares de
versos y abultados fragmentos de tragedias que, sin duda, conmoverían el mundo.
Mi premio era su confianza total; las confesiones y problemas de un joven son
casi tan sagrados como los de una niña. Charlie nunca se había enamorado, pero
deseaba enamorarse en la primera oportunidad; creía en todas las cosas buenas y
en todas las cosas honrosas, pero no me dejaba olvidar que era un hombre de
mundo, como cualquier empleado de banco que gana veinticinco chelines por
semana. Rimaba «amor y dolor», «bella y estrella», candorosamente, seguro de la
novedad de esas rimas. Tapaba con apresuradas disculpas y descripciones los
grandes huecos incómodos de sus dramas, y seguía adelante, viendo con tanta
claridad lo que pensaba hacer, que lo consideraba ya hecho, y esperaba mi
aplauso.
Me
parece que su madre no lo alentaba; sé que su mesa de trabajo era un ángulo del
lavabo. Esto me lo contó casi al principio, cuando saqueaba mi biblioteca y
poco antes de suplicarme que le dijera la verdad sobre sus esperanzas de
"escribir algo realmente grande, usted sabe". Quizá lo alenté
demasiado, porque una tarde vino a verme, con los ojos llameantes, y me dijo,
trémulo:
-
¿A usted no le molesta... puedo quedarme aquí y escribir toda la tarde? No lo
molestaré, le prometo. En casa de mi madre no tengo dónde escribir.
-
¿Qué pasa? - pregunté, aunque lo sabía muy bien.
-
Tengo una idea en la cabeza, que puede convertirse en el mejor cuento del
mundo. Déjeme escribirlo aquí. Es una idea espléndida.
Imposible
resistir. Le preparé una mesa; apenas me agradeció y se puso a trabajar
enseguida. Durante media hora la pluma corrió sin parar. Charlie suspiró. La
pluma corrió más despacio, las tachaduras se multiplicaron, la escritura cesó.
El cuento más hermoso del mundo no quería salir.
-
Ahora parece tan malo - dijo lúgubremente -. Sin embargo, era bueno mientras lo
pensaba. ¿Dónde está la falla?
No
quise desalentarlo con la verdad. Contesté:
-
Quizá no estés en ánimo de escribir.
-
Sí, pero cuando leo este disparate...
-
Léeme lo que has escrito - le dije.
Lo
leyó. Era prodigiosamente malo. Se detenía en las frases más ampulosas, a la
espera de algún aplauso, porque estaba orgulloso de esas frases, como es
natural.
-
Habría que abreviarlo - sugerí cautelosamente.
-
Odio mutilar lo que escribo. Aquí no se puede cambiar una palabra sin estropear
el sentido. Queda mejor leído en voz alta que mientras lo escribía.
-
Charlie, adoleces de una enfermedad alarmante y muy común. Guarda ese
manuscrito y revísalo dentro de una semana.
-
Quiero acabarlo en seguida. ¿Qué le parece?
-
¿Cómo juzgar un cuento a medio escribir? Cuéntame el argumento.
Charlie
me lo contó. Dijo todas las cosas que su torpeza le había impedido trasladar a
la palabra escrita. Lo miré, preguntándome si era posible que no percibiera la
originalidad, el poder de la idea que le había salido al encuentro. Con ideas
infinitamente menos practicables y excelentes se habían infatuado muchos
hombres. Pero Charlie proseguía serenamente, interrumpiendo la pura corriente
de la imaginación con muestras de frases abominables que pensaba emplear. Lo
escuché hasta el fin. Era insensato abandonar esa idea a sus manos incapaces,
cuando yo podía hacer tanto con ella. No todo lo que sería posible hacer, pero
muchísimo.
-
¿Qué le parece? - dijo al fin. Creo que lo titularé «La Historia de un Buque».
-
Me parece que la idea es bastante buena; pero todavía estás lejos de poder
aprovecharla. En cambio, yo...
-
¿A usted le serviría? ¿La quiere? Sería un honor para mí - dijo Charlie en
seguida.
Pocas
cosas hay más dulces en este mundo que la inocente, fanática, destemplada,
franca admiración de un hombre más joven. Ni siquiera una mujer ciega de amor
imita la manera de caminar del hombre que adora, ladea el sombrero como él o
intercala en la conversación sus dichos predilectos. Charlie hacía todo eso.
Sin embargo, antes de apoderarme de sus ideas, yo quería apaciguar mi
conciencia.
-
Hagamos un arreglo. Te daré cinco libras por el argumento - le dije. Instantáneamente,
Charlie se convirtió en empleado de banco:
-
Es imposible. Entre camaradas, si me permite llamarlo así, y hablando como
hombre de mundo, no puedo. Tome el argumento, si le sirve. Tengo muchos otros.
Los
tenía - nadie lo sabía mejor que yo - pero eran argumentos ajenos.
-
Míralo como un negocio entre hombres de mundo - repliqué -. Con cinco libras
puedes comprar una cantidad de libros de versos. Los negocios son los negocios,
y puedes estar seguro que no abonaría ese precio si...
-
Si usted lo ve así - dijo Charlie, visiblemente impresionado con la idea de los
libros.
Cerramos
trato con la promesa de que me traería periódicamente todas las ideas que se le
ocurrieran, tendría una mesa para escribir y el incuestionable derecho de
infligirme todos sus poemas y fragmentos de poemas. Después le dije:
-
Cuéntame cómo te vino esta idea.
-
Vino sola.
Charlie
abrió un poco los ojos.
-
Sí, pero me contaste muchas cosas sobre el héroe que tienes que haber leído en alguna
parte.
-
No tengo tiempo para leer, salvo cuando usted me deja estar aquí, y los
domingos salgo en bicicleta o paso el día entero en el río. ¿Hay algo que falta
en el héroe?
-
Cuéntamelo otra vez y lo comprenderé claramente. Dices que el héroe era pirata.
¿Cómo vivía?
-
Estaba en la cubierta de abajo de esa especie de barco del que le hablé.
-
¿Qué clase de barco?
-
Eran esos que andan con remos, y el mar entra por los agujeros de los remos, y
los hombres reman con el agua hasta la rodilla. Hay un banco entre las dos
filas de remos, y un capataz con un látigo camina de una punta a la otra del
banco, para que trabajen los hombres.
-
¿Cómo lo sabes?
-
Está en el cuento. Hay una cuerda estirada, a la altura de un hombre, amarrada
a la cubierta de arriba, para que se agarre el capataz cuando se mueve el
barco. Una vez, el capataz no da con la cuerda y cae entre los remeros; el
héroe se ríe y lo azotan. Está encadenado a su remo, naturalmente.
-
¿Cómo está encadenado?
-
Con un cinturón de hierro, clavado al banco, y con una pulsera atándolo al
remo. Está en la cubierta de abajo, donde van los peores, y la luz entra por
las escotillas y los agujeros de los remos. ¿Usted no se imagina la luz del sol
filtrándose entre el agujero y el remo, y moviéndose con el banco?
-
Sí, pero no puedo imaginar que tú te lo imagines.
-
¿De qué otro modo puede ser? Escúcheme, ahora. Los remos largos de la cubierta
de arriba están movidos por cuatro hombres en cada banco; los remos
intermedios, por tres; los de más abajo, por dos. Acuérdese de que en la
cubierta inferior no hay ninguna luz, y que todos los hombres ahí se
enloquecen. Cuando en esa cubierta muere un remero, no lo tiran por la borda:
lo despedazan, encadenado, y tiran los pedacitos al mar, por el agujero del
remo.
-
¿Por qué? - pregunté asombrado, menos por la información que por el tono
autoritario de Charlie Mears.
-
Para ahorrar trabajo y para asustar a los compañeros. Se precisan dos capataces
para subir el cuerpo de un hombre a la otra cubierta, y si dejaran solos a los
remeros de la cubierta de abajo, éstos no remarían y tratarían de arrancar los
bancos, irguiéndose a un tiempo en sus cadenas.
-
Tienes una imaginación muy previsora. ¿Qué has estado leyendo sobre galeotes?
-
Que yo me acuerde, nada. Cuando tengo oportunidad, remo un poco. Pero tal vez
he leído algo, si usted lo dice.
Al
rato salió en busca de librerías y me pregunté cómo, un empleado de banco, de
veinte años, había podido entregarme, con pródiga abundancia de pormenores,
datos con absoluta seguridad, ese cuento de extravagante y ensangrentada
aventura, motín, piratería y muerte, en mares sin nombre. Había empujado al
héroe por una desesperada odisea, lo había rebelado contra los capataces, le
había dado una nave que comandar, y después una isla "por ahí en el mar,
usted sabe"; y, encantado con las modestas cinco libras, había salido a
comprar los argumentos de otros hombres para aprender a escribir. Me quedaba el
consuelo de saber que su argumento era mío, por derecho de compra, y creía
poder aprovecharlo de algún modo.
Cuando
nos volvimos a ver estaba ebrio, ebrio de los muchos poetas que le habían sido
revelados. Sus pupilas estaban dilatadas, sus palabras se atropellaban y se
envolvía en citas, como un mendigo en la púrpura de los emperadores. Sobre
todo, estaba ebrio de Longfellow.
-
¿No es espléndido? ¿No es soberbio? - me gritó luego de un apresurado saludo.
Oiga esto:
-
¿Quieres - preguntó el timonel - saber el secreto del mar? Sólo quienes
afrontan sus peligros comprenden su misterio.
-
¡Demonios!
-
Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio - repitió veinte
veces, caminando de un lado a otro, olvidándome. Encontrarán al final los
versos en inglés.
-
Pero yo también puedo comprenderlo - dijo - No sé cómo agradecerle las cinco
libras. Oiga esto:
Recuerdo
los embarcaderos negros, las ensenadas, la agitación de las mareas y los
marineros españoles, de labios barbudos y la belleza y el misterio de las naves
y la magia del mar. Nunca he afrontado peligros, pero me parece que entiendo
todo eso.
-
Realmente, parece que dominas el mar. ¿Lo has visto alguna vez?
-
Cuando era chico estuvimos en Brighton. Vivíamos en Coventry antes de venir a
Londres. Nunca lo he visto... Cuando baja sobre el Atlántico el titánico viento
huracanado del Equinoccio
Me
tomó por el hombro y me zamarreó, para que comprendiera la pasión que lo
sacudía.
-
Cuando viene esa tormenta - prosiguió - todos los remos del barco se rompen, y
los mangos de los remos deshacen el pecho de los remeros. A propósito, ¿usted
ya hizo mi argumento?
-
No, esperaba que me contaras algo más. Dime cómo conoces tan bien los detalles
del barco. Tú no sabes nada de barcos.
-
No me lo explico. Es del todo real para mí hasta que trato de escribirlo.
Anoche, en la cama, estuve pensando, después de concluir La Isla del Tesoro.
Inventé una porción de cosas para el cuento.
-
¿Qué clase de cosas?
-
Sobre lo que comían los hombres: higos podridos y habas negras y vino en un
odre de cuero que se pasaban de un banco a otro.
-
¿Tan antiguo era el barco?
-
Yo no sé si era antiguo. A veces me parece tan real como si fuera cierto. ¿Le
aburre que hable de eso?
-
En lo más mínimo. ¿Se te ocurrió algo más?
-
Sí, pero es un disparate. - Charlie se ruborizó algo.
-
No importa; dímelo.
-
Bueno, pensaba en el cuento, y al rato salí de la cama y apunté en un pedazo de
papel las cosas que podían haber grabado en los remos, con el filo de las
esposas. Me pareció que eso le daba más realidad. Es tan real, para mí, usted
sabe.
-
¿Tienes el papel?
-
Sí, pero a qué mostrarlo. Son unos cuantos garabatos. Con todo, podrían ir en
la primera hoja del libro.
-
Ya me ocuparé de esos detalles. Muéstrame lo que escribían tus hombres.
-
Sacó del bolsillo una hoja de carta, con un solo renglón escrito, y yo la
guardé.
-
¿Qué se supone que esto significa en inglés?
-
Ah, no sé. Yo pensé que podía significar: "Estoy cansadísimo". Es
absurdo - repitió - pero esas personas del barco me parecen tan reales como
nosotros. Escriba pronto el cuento; me gustaría verlo publicado.
-
Pero todas las cosas que me has dicho darían un libro muy extenso.
-
Hágalo, entonces. No tiene más que sentarse y escribirlo.
-
Dame tiempo. ¿No tienes más ideas?
-
Por ahora, no. Estoy leyendo todos los libros que compré. Son espléndidos.
Cuando
se fue, miré la hoja de papel con la inscripción. Después... pero me pareció
que no hubo transición entre salir de casa y encontrarme discutiendo con un
policía ante una puerta llamada "Entrada Prohibida" en un corredor
del Museo Británico. Lo que yo exigía, con toda la cortesía posible, era
"el hombre de las antigüedades griegas". El policía todo lo ignoraba,
salvo el reglamento del museo, y fue necesario explorar todos los pabellones y
escritorios del edificio. Un señor de edad interrumpió su almuerzo y puso
término a mi busca tomando la hoja de papel entre el pulgar y el índice, y
mirándola con desdén.
-
¿Qué significa esto? Veamos - dijo -; si no me engaño es un texto en griego
sumamente corrompido, redactado por alguien - aquí me clavó los ojos -
extraordinariamente iletrado.
Leyó
con lentitud:
-
Pollock, Erkmann, Tauchintz, Hennicker, cuatro nombres que me son familiares.
-
¿Puede decirme lo que significa este texto?
-
He sido... muchas veces... vencido por el cansancio en este menester. Eso es lo
que significa.
Me
devolvió el papel; huí sin una palabra de agradecimiento, de explicación o de
disculpa.
Mi
distracción era perdonable. A mí, entre todos los hombres, me había sido
otorgada la oportunidad de escribir la historia más admirable del mundo, nada
menos que la historia de un galeote griego, contada por él mismo. No era raro
que los sueños le parecieran reales a Charlie. Las Parcas, tan cuidadosas en
cerrar las puertas de cada vida sucesiva, se habían distraído esta vez, y
Charlie miró, aunque no lo sabía, lo que a nadie le había sido permitido mirar,
con plena visión, desde que empezó el tiempo. Ignoraba enteramente el
conocimiento que me había vendido por cinco libras; y perseveraría en esa
ignorancia, porque los empleados de banco no comprenden la mentempsicosis, y
una buena educación comercial no incluye el conocimiento del griego. Me
suministraría - aquí bailé, entre los mudos dioses egipcios, y me reí en sus caras
mutiladas - materiales que darían certidumbre a mi cuento: una certidumbre tan
grande que el mundo lo recibiría como una insolente y artificiosa ficción. Y
yo, sólo yo sabría que era absoluta y literalmente cierto. Esa joya estaba en
mi mano para que yo la puliera y cortara. Volví a bailar entre los dioses del
patio egipcio, hasta que un policía me vio y empezó a acercarse.
Sólo
había que alentar la conversación de Charlie, y eso no era difícil; pero había
olvidado los malditos libros de versos. Volvía, inútil como un fonógrafo
recargado, ebrio de Byron, de Shelley o de Keats. Sabiendo lo que el muchacho
había sido en sus vidas anteriores, y desesperadamente ansioso de no perder una
palabra de su charla, no pude ocultarle mi respeto y mi interés. Los tomó como
respeto por el alma actual de Charlie Mears, para quien la vida era tan nueva
como lo fue para Adán, y como interés por sus lecturas; casi agotó mi
paciencia, recitando versos, no suyos sino ajenos. Llegué a desear que todos
los poetas ingleses desaparecieran de la memoria de los hombres. Calumnié las
glorias más puras de la poesía porque desviaban a Charlie de la narración
directa y lo estimulaban a la imitación; pero sofrené mi impaciencia hasta que
se agotó el ímpetu inicial de entusiasmo y el muchacho volvió a los sueños.
-
¿Para qué le voy a contar lo que yo pienso, cuando esos tipos escribieron para
los ángeles? - exclamó una tarde -. ¿Por qué no escribe algo así?
-
Creo que no te portas muy bien conmigo - dije conteniéndome.
-
Ya le di el argumento - dijo con sequedad, prosiguiendo la lectura de Byron.
-
Pero quiero detalles.
-
¿Esas cosas que invento sobre ese maldito barco que usted llama galera? Son
facilísimas. Usted mismo puede inventarlas. Suba un poco la llama, quiero
seguir leyendo.
Le
hubiera roto en la cabeza la lámpara del gas. Yo podría inventar si supiera lo
que Charlie ignoraba que sabía. Pero como detrás de mí estaban cerradas las
puertas, tenía que aceptar sus caprichos y mantener despierto su buen humor.
Una distracción momentánea podía estorbar una preciosa revelación. A veces
dejaba los libros - los guardaba en mi casa, porque a su madre le hubiera
escandalizado el gasto de dinero que representaban - y se perdía en sueños
marinos. De nuevo maldije a todos los poetas de Inglaterra. La mente plástica
del empleado de banco estaba recargada, coloreada y deformada por las lecturas,
y el resultado era una red confusa de voces ajenas como el zumbido múltiple de
un teléfono de una oficina en la hora más atareada.
Hablaba
de la galera - de su propia galera, aunque no lo sabía - con imágenes de La
Novia de Abydos. Subrayaba las aventuras del héroe con citas del Corsario y
agregaba desesperadas y profundas reflexiones morales de Caín y de Manfredo,
esperando que yo las aprovechara. Sólo cuando hablábamos de Longfellow esos
remolinos se enmudecían, y yo sabía que Charlie decía la verdad, tal como la
recordaba.
-
¿Esto qué te parece? - le dije una tarde en cuanto comprendí el ambiente más
favorable para su memoria, y antes de que protestara le leí casi íntegra la
Saga del Rey Olaf.
Escuchaba
atónito, golpeando con los dedos el respaldo del sofá, hasta que llegué a la
canción de Einar Tamberskelver y a la estrofa:
Einar,
sacando la flecha de la cuerda que ya no tensaba, dijo: Era Noruega lo que se
quebraba bajo tu mano, oh Rey.
Se
estremeció de puro deleite verbal.
-
¿Es un poco mejor que Byron? - aventuré.
-
¡Mejor! Es cierto. ¿Cómo lo sabría Longfellow?
Repetí
una estrofa anterior:
-
¿Qué fue eso?, dijo Olaf, erguido en el puente de mando, oí algo como el
estruendo de un barco destrozado al encallar.
-
¿Cómo podía saber cómo los barcos se destrozan, y los remos saltan y hacen
zzzzp contra la costa? Anoche apenas... Pero siga leyendo, por favor, quiero
volver a oír "The Skerry of Shrieks"
-
No, estoy cansado. Hablemos. ¿Qué es lo que sucedió anoche?
-
Tuve un sueño terrible sobre esa galera nuestra. Soñé que me ahogaba en una
batalla. Abordamos otro barco, en un puerto. El agua estaba muerta, salvo donde
la golpeaban los remos. ¿Usted sabe cuál es mi sitio en la galera?
Al
principio hablaba con vacilación, bajo un hermoso temor inglés de que se rieran
de él.
-
No, es una novedad para mí - respondí humildemente, y ya me latía el corazón.
-
El cuarto remo a la derecha, a partir de la proa, en la cubierta de arriba.
Eramos cuatro en ese remo, todos encadenados. Me recuerdo mirando el agua y
tratando de sacarme las esposas antes de que empezara la pelea. Luego nos
arrimamos al otro barco, y quedé inmóvil, con los tres compañeros encima y el
remo grande atravesado sobre nuestras espaldas.
-
¿Y?
Los
ojos de Charlie estaban encendidos y vivos. Miraba la pared, detrás de mi
asiento.
-
No sé cómo peleamos. Los hombres me pisoteaban la espalda y yo estaba quieto.
Luego, nuestros remeros de la izquierda - atados a sus remos, ya sabe -
gritaron y empezaron a remar hacia atrás. Oía el chirrido del agua, giramos
como un escarabajo y comprendí, sin necesidad de ver, que una galera iba a
embestirnos con el espolón, por el lado izquierdo. Apenas pude levantar la
cabeza y ver su velamen sobre la borda. Queríamos recibirla con la proa, pero
era muy tarde. Sólo pudimos girar un poco, porque el barco de la derecha se nos
había enganchado y nos detenía. Entonces vino el choque. Los remos de la
izquierda se rompieron cuando el otro barco, el que se movía, les metió la
proa. Los remos de la cubierta de abajo reventaron las tablas del piso, con el
cabo para arriba, y uno de ellos vino a caer cerca de mi cabeza.
-
¿Cómo sucedió eso?
-
La proa de la galera que se movía los empujaba para dentro y había un estruendo
ensordecedor en las cubiertas inferiores. El espolón nos agarró por el medio y
nos ladeamos, y los hombres de la otra galera desengancharon los garfios y las
amarras, y tiraron cosas en la cubierta de arriba - flechas, alquitrán ardiendo
o algo que quemaba - y nos empinamos, más y más, por el lado izquierdo, y el
derecho se sumergió, y di vuelta la cabeza y vi el agua inmóvil cuando
sobrepasó la borda, y luego se curvó y derrumbó sobre nosotros, y recibí el
golpe en la espalda, y me desperté.
-
Un momento, Charlie. Cuando el mar sobrepasó la borda, ¿qué parecía?
Tenía
mis razones para preguntarlo. Un conocido mío había naufragado una vez en un
mar en calma y había visto el agua horizontal detenerse un segundo antes de
caer en la cubierta.
-
Parecía una cuerda de violín, tirante, y parecía durar siglos - dijo Charlie.
Precisamente.
El otro había dicho: "Parecía un hilo de plata estirado sobre la borda, y
pensé que nunca iba a romperse". Había pagado con todo, salvo la vida, esa
partícula de conocimiento, y yo había atravesado diez mil leguas para
encontrarlo y para recoger ese dato ajeno. Pero Charlie, con sus veinticinco
chelines semanales, con su vida reglamentaria y urbana, lo sabía muy bien. No
era consuelo para mí que una vez en sus vidas hubiera tenido que morir para
aprenderlo. Yo también debí morir muchas veces, pero detrás de mí, para que no
empleara mi conocimiento, habían cerrado las puertas.
-
¿Y entonces? - dije tratando de alejar el demonio de la envidia.
-
Lo más raro, sin embargo, es que todo ese estruendo no me causaba miedo ni
asombro. Me parecía haber estado en muchas batallas, porque así se lo repetí a
mi compañero. Pero el canalla del capataz no quería desatarnos las cadenas y
darnos una oportunidad de salvación. Siempre decía que nos daría la libertad
después de una batalla. Pero eso nunca sucedía, nunca.
Charlie
movió la cabeza tristemente.
-
¡Qué canalla!
-
No hay duda. Nunca nos daba bastante comida y a veces teníamos tanta sed que
bebíamos agua salada. Todavía me queda el gusto en la boca.
-
Cuéntame algo del puerto donde ocurrió el combate.
-
No soñé sobre eso. Sin embargo, sé que era un puerto; estábamos amarrados a una
argolla en una pared blanca y la superficie de la piedra, bajo el agua, estaba
recubierta de madera, para que no se astillara nuestro espolón cuando la marea
nos hamacara.
-
Eso es interesante. El héroe mandaba la galera, ¿no es verdad?
-
Claro que sí, estaba en la proa y gritaba como un diablo. Fue el hombre que
mató al capataz.
-
¿Pero ustedes se ahogaron todos juntos, Charlie?
-
No acabo de entenderlo - dijo, perplejo -. Sin duda la galera se hundió con
todos los de a bordo, pero me parece que el héroe siguió viviendo. Tal vez se
pasó al otro barco. No pude ver eso, naturalmente; yo estaba muerto.
Tuvo
un ligero escalofrío y repitió que no podía acordarse de nada más.
No
insistí, pero para cerciorarme de que ignoraba el funcionamiento del alma le di
la Transmigración de Mortimer Collins y le reseñé el argumento.
-
Qué disparate - dijo con franqueza, al cabo de una hora -; no comprendo ese
enredo sobre el Rojo Planeta Marte y el Rey y todo lo demás. Deme el libro de
Longfellow.
Se
lo entregué y escribí lo que pude recordar de su descripción del combate naval,
consultándolo a ratos para que corroborara un detalle o un hecho. Contestaba
sin levantar los ojos del libro, seguro, como si todo lo que sabía estuviera
impreso en las hojas. Yo le interrogaba en voz baja, para no romper la
corriente, y sabía que ignoraba lo que decía, porque sus pensamientos estaban
en el mar, con Longfellow.
-
Charlie - le pregunté -, cuando se amotinaban los remeros de las galeras, ¿cómo
mataban a los capataces?
-
Arrancaban los bancos y se los rompían en la cabeza. Eso ocurrió durante una
tormenta. Un capataz, en la cubierta de abajo, se resbaló y cayó entre los
remeros. Suavemente, lo estrangularon contra el borde, con las manos encadenadas;
había demasiada oscuridad para que el otro capataz pudiera ver. Cuando preguntó
qué sucedía, lo arrastraron también y lo estrangularon; y los hombres fueron
abriéndose camino hacia arriba, cubierta por cubierta, con los pedazos de los
bancos rotos colgando y golpeando. ¡Cómo vociferaban!
-
¿Y qué pasó después?
-
No sé. El héroe se fue, con pelo colorado, barba colorada, y todo. Pero antes
capturó nuestra galera, me parece.
El
sonido de mi voz lo irritaba. Hizo un leve ademán con la mano izquierda como si
lo molestara una interrupción.
-
No me habías dicho que tenía el pelo colorado, o que capturó la galera - dije
al cabo de un rato.
Charlie
no alzó los ojos.
-
Era rojo como un oso rojo - dijo distraído -. Venía del norte; así lo dijeron
en la galera cuando pidió remeros, no esclavos: hombres libres. Después, años y
años después, otro barco nos trajo noticias suyas, o él volvió...
Sus
labios se movían en silencio. Repetía, absorto, el poema que tenía ante sus
ojos.
-
¿Dónde había ido?
Casi
lo dije en un susurro, para que la frase llegara con suavidad a la sección del
cerebro de Charlie que trabajaba para mí.
-
A las Playas, las Largas y Prodigiosas Playas - respondió al cabo de un minuto.
-
¿A Furdurstrandi? - pregunté, temblando de pies a cabeza.
-
Sí a Furdurstrandi - pronunció la palabra de un modo nuevo - Y ví también...
La
voz se le apagó.
-
¿Sabes lo que has dicho? - grité con imprudencia.
Levantó
los ojos, despierto.
-
No - dijo secamente -. Déjeme leer en paz. Oiga esto:
Pero
Othere, el viejo capitán, no se detuvo ni se movió hasta que el rey escuchó,
entonces tomó una vez más su pluma y transcribió cada palabra. Y al Rey de los
sajones como prueba de la verdad, levantando su noble rostro, extendió su mano
curtida y dijo, observe este colmillo de morsa.
-
¡Qué hombres habrán sido esos para navegarse los mares sin saber cuándo
tocarían tierra!
-
Charlie - rogué -, si te portas bien un minuto o dos, haré que nuestro héroe
valga tanto como Othere.
-
Es de Longfellow el poema. No me interesa escribir. Quiero leer.
Imagínense
ante la puerta de los tesoros del mundo, guardada por un niño - un niño
irresponsable y holgazán, jugando a cara o cruz - de cuyo capricho depende el
don de la llave, y comprenderán mi tormento. Hasta esa tarde Charlie no había
hablado de nada que no correspondiera a las experiencias de un galeote griego.
Pero ahora (o mienten los libros) había recordado alguna desesperada aventura
de los vikingos, del viaje de Thorfin Karlsefne a Vinland, que es América, en
el siglo nueve o diez. Había visto la batalla en el puerto; había referido su
propia muerte. Pero esta otra inmersión en el pasado era aún más extraña.
¿Habría omitido una docena de vidas y oscuramente recordaba ahora un episodio
de mil años después? Era un enredo inextricable y Charlie Mears, en su estado
normal, era la última persona del mundo para solucionarlo. Sólo me quedaba
vigilar y esperar, pero esa noche me inquietaron las imaginaciones más
ambiciosas. Nada era imposible si no fallaba la detestable memoria de Charlie.
Podía
volver a escribir la Saga de Thorfin Karlsefne, como nunca la habían escrito,
podía referir la historia del primer descubrimiento de América siendo yo mismo
el descubridor. Pero yo estaba a merced de Charlie y mientras él tuviera a su
alcance un ejemplar de Clásico para Todos, no hablaría. No me atreví a
maldecirlo abiertamente, apenas me atrevía a estimular su memoria, porque se
trataba de experiencias de hace mil años narradas por la boca de un muchacho
contemporáneo, y a un muchacho lo afectan todos los cambios de opinión y aunque
quiera decir la verdad tiene que mentir.
Pasé
una semana sin ver a Charlie. Lo encontré en Gracechurch Street con un libro
Mayor encadenado a la cintura. Tenía que atravesar el Puente de Londres y lo
acompañé. Estaba muy orgulloso de ese libro Mayor. Nos detuvimos en la mitad
del puente para mirar un vapor que descargaba grandes lajas de mármol blanco y
amarillo. En una barcaza que pasó junto al vapor mugió una vaca solitaria. La
cara de Charlie se alteró; ya no era la de un empleado de banco, sino otra,
desconocida y más despierta. Estiró el brazo sobre el parapeto del puente y,
riéndose muy fuerte, dijo:
-
Cuando bramaron nuestros toros, los Skroelings huyeron.
La
barcaza y la vaca habían desaparecido detrás del vapor antes de que yo
encontrara palabras.
-
Charlie, ¿qué te imaginas que son Skroelings?
-
La primera vez en la vida que oigo hablar de ellos. Parece el nombre de una
nueva clase de gaviotas. ¡Qué preguntas se le ocurren a usted! - contestó -.
Tengo que verme con el cajero de la compañía de ómnibus. Me espera un rato y
almorzamos juntos en algún restaurante. Tengo una idea para un poema.
-
No, gracias. Me voy. ¿Estás seguro de que no sabes nada de Skroelings?
-
No, a menos que esté inscrito en el "Clásico" de Liverpool.
Saludó
y desapareció entre la gente.
Está
escrito en la Saga de Eric el Rojo o en la de Thorfin Karlsefne que hace
novecientos años, cuando las galeras de Karlsefne llegaron a las barracas de
Leif, erigidas por éste en la desconocida tierra de Markland, era tal vez Rhode
Island, los Skroelings - sólo Dios sabe quiénes eran - vinieron a traficar con
los vikingos y huyeron porque los aterró el bramido de los toros que Thorfin
había traído en las naves. ¿Pero qué podía saber de esa historia un esclavo
griego? Erré por las calles, tratando de resolver el misterio, y cuanto más lo
consideraba, menos lo entendía. Sólo encontré una certidumbre, y esa me dejó
atónito. Si el porvenir me deparaba algún conocimiento íntegro, no sería el de
una de las vidas del alma en el cuerpo de Charlie Mears, sino el de muchas,
muchas existencias individuales y distintas, vividas en las aguas azules en la
mañana del mundo.
Examiné
después la situación.
Me
parecía una amarga injusticia que me fallara la memoria de Charlie cuando más
la precisaba. A través de la neblina y el humo alcé la mirada, ¿sabían los
señores de la Vida y la Muerte lo que esto significaba para mí? Eterna fama,
conquistada y compartida por uno solo. Me contentaría - recordando a Clive, mi
propia moderación me asombró - con el mero derecho de escribir un solo cuento,
de añadir una pequeña contribución a la literatura frívola de la época. Si a
Charlie le permitieran una hora - sesenta pobres minutos - de perfecta memoria
de existencias que habían abarcado mil años, yo renunciaría a todo el provecho
y la gloria que podría valerme su confesión. No participaría en la agitación
que sobrevendría en aquel rincón de la tierra que se llama "el
mundo". La historia se publicaría anónimamente. Haría creer a otros
hombres que ellos la habían escrito. Ellos alquilarían ingleses de cuello duro
para que la vociferaran al mundo. Los moralistas fundarían una nueva ética,
jurando que habían apartado de los hombres el temor de la muerte. Todos los
orientalistas de Europa la apadrinarían verbosamente, con textos en pali y
sánscrito. Atroces mujeres inventarían impuras variantes de los dogmas que
profesarían los hombres, para instrucción de sus hermanas. Disputarían las
iglesias y sus religiones. Al subir a un ómnibus preví las polémicas de media
docena de sectas, igualmente fieles a la "Doctrina de la verdadera
Mentempsicosis en sus aplicaciones a la Nueva Era y al Universo", y vi
también a los decentes diarios ingleses dispersándose, como hacienda espantada,
ante la perfecta simplicidad de mi cuento. La imaginación recorrió cien,
doscientos, mil años de futuro. Vi con pesar que los hombres mutilarían y
pervertirían tal historia; que las sectas rivales la deformarían hasta que el
mundo occidental, aferrado al temor de la muerte y no a la esperanza de la
vida, la descartaría como una superstición interesante y se entregaría a alguna
fe tan olvidada que pareciera nueva. Entonces modifiqué los términos de mi
pacto con los Señores de la Vida y la Muerte. Que me dejaran saber, que me
dejaran escribir esa historia, con la conciencia de registrar la verdad, y
sacrificaría el manuscrito y lo quemaría. Cinco minutos después de redactada la
última línea, lo quemaría. Pero que me dejaran escribirlo, con entera
confianza.
No
hubo respuesta. Los violentos colores de un aviso del casino me impresionaron,
¿no convendría poner a Charlie en manos de un hipnotizador? ¿Hablaría de sus
vidas pasadas? Pero Charlie se asustaría de la publicidad, o ésta lo haría
intolerable. Mentiría por vanidad o por miedo. Estaría seguro en mis manos.
-
Son cómicos, ustedes, los ingleses - dijo una voz. Dándome vuelta, me encontré
con un conocido, un joven bengalí que estudiaba derecho, un tal Grish Chunder,
cuyo padre lo había mandado a Inglaterra para educarlo. El viejo era un
funcionario hindú, jubilado; con una renta de cinco libras esterlinas al mes
lograba dar a su hijo doscientas libras esterlinas al año y plena licencia en
una ciudad donde fingía ser un príncipe y contaba cuentos de los brutales
burócratas de la India que oprimían a los pobres.
Grish
Chunder era un joven y obeso bengalí, escrupulosamente vestido de levita y
pantalón claro, con sombrero alto y guantes amarillos. Pero yo lo había
conocido en los días en que el brutal gobierno de la India pagaba sus estudios
universitarios y él publicaba artículos sediciosos en el Sachi Durpan y tenía
amores con las esposas de sus condiscípulos de catorce años de edad.
-
Eso es muy cómico - dijo señalando el cartel -. Voy a Northbrook Club. ¿Quieres
venir conmigo?
Caminamos
juntos un rato.
-
No estás bien - me dijo - ¿Qué te preocupa? Estás silencioso.
-
Grish Chunder, ¿eres demasiado culto para creer en Dios, no es verdad?
-
Aquí sí. Pero cuando vuelva tendré que propiciar las supersticiones populares y
cumplir ceremonias de purificación, y mis esposas ungirán ídolos.
-
Y adornarán con tulsi y celebrarán el purohit, y te reintegrarán en la casta y
otra vez harán de ti, librepensador avanzado, un buen khuttri. Y comerás comida
desi, y todo te gustará, desde el olor del patio hasta el aceite de mostaza en
tu cuerpo.
-
Me gustará muchísimo - dijo con franqueza Grish Chunder -. Una vez hindú,
siempre hindú. Pero me gusta saber lo que los ingleses piensan que saben.
-
Te contaré una cosa que un inglés sabe. Para ti es una vieja historia.
Empecé
a contar en inglés la historia de Charlie; pero Crish Chunder me hizo una
pregunta en indostaní, y el cuento prosiguió en el idioma que más le convenía.
Al fin y al cabo, nunca hubiera podido contarse en inglés. Grish Chunder me
escuchaba, asintiendo de tiempo en tiempo, y después subió a mi departamento,
donde concluí la historia.
-
Beshak - dijo filosóficamente - Lekin darwaza band hai (Sin duda; pero está
cerrada la puerta). He oído, entre mi gente, esos recuerdos de vidas previas.
Es una vieja historia entre nosotros, pero que le suceda a un inglés - a un
Mlechh lleno de carne de vaca -, un descastado... Por Dios, esto es rarísimo.
-
¡Más descastado serás tú, Grish Chunder! Todos los días comes carne de vaca.
Pensemos bien la cosa. El muchacho recuerda sus encarnaciones.
-
¿Lo sabe? - dijo tranquilamente Grish Chunder, sentado en la mesa, hamacando
las piernas. Ahora hablaba en inglés.
-
No sabe nada. ¿Acaso te contaría si lo supiera? Sigamos.
-
No hay nada que seguir. Si lo cuentas a tus amigos, dirán que estás loco y lo
publicarán en los diarios. Supongamos, ahora, que los acuses por calumnia.
-
No nos metamos en eso, por ahora. ¿Hay una esperanza de hacerlo hablar?
-
Hay una esperanza. Pero si hablara, todo este mundo se derrumbaría en tu
cabeza. Tú sabes, esas cosas están prohibidas. La puerta está cerrada.
-
¿No hay ninguna esperanza?
-
¿Cómo puede haberla? Eres cristiano y en tus libros está prohibido el fruto del
árbol de la Vida, o nunca morirías. ¿Cómo van a temer la muerte si todos saben
lo que tu amigo no sabe que sabe? Tengo miedo de los azotes, pero no tengo
miedo de morir porque sé lo que sé. Ustedes no temen los azotes, pero temen la
muerte. Si no la temieran, ustedes los ingleses se llevarían el mundo por
delante en una hora, rompiendo los equilibrios de las potencias y haciendo
conmociones. No sería bueno, pero no hay miedo. Se acordará menos y menos y
dirá que es un sueño. Luego se olvidará. Cuando pasé el Bachillerato en Calcuta
esto estaba en la crestomatía de Wordsworth, Arrastrando Nubes de Gloria, ¿te
acuerdas?
-
Esto parece una excepción.
-
No hay excepciones a las reglas. Unas parecen menos rígidas que otras, pero son
iguales. Si tu amigo contara tal y tal cosa, indicando que recordaba todas sus
vidas anteriores o una parte de su vida anterior, en seguida lo expulsarían del
banco. Lo echarían, como quien dice, a la calle y lo enviarían a un manicomio.
Eso lo admitirás, mi querido amigo.
-
Claro que sí, pero no estaba pensando en él. Su nombre no tiene por qué
aparecer en la historia.
-
Ah, ya lo veo, esa historia nunca se escribirá. Puedes probar.
-
Voy a probar.
-
Por tu honra y por el dinero que ganarás, por supuesto.
-
No, por el hecho de escribirla. Palabra de honor.
-
Aún así no podrás. No se juega con los dioses. Ahora es un lindo cuento. No lo
toques. Apresúrate, no durará.
-
¿Qué quieres decir?
-
Lo que digo. Hasta ahora no ha pensado en una mujer.
-
¿Cómo crees? - Recordé algunas de las confidencias de Charlie.
-
Quiero decir que ninguna mujer ha pensado en él. Cuando eso llegue: bushogya,
se acabó. Lo sé. Hay millones de mujeres aquí. Mucamas, por ejemplo. Te besan
detrás de la puerta.
La
sugestión me incomodó. Sin embargo, nada más verosímil.
Grish
Chunder sonrió.
-
Sí, también muchachas lindas, de su sangre y no de su sangre. Un solo beso que
devuelva y recuerde, lo sanará de estas locuras, o...
-
¿O qué? Recuerda que no sabe que sabe.
-
Lo recuerdo. O, si nada sucede, se entregará al comercio y a la especulación
financiera, como los demás. Tiene que ser así. No me negarás que tiene que ser
así. Pero la mujer vendrá primero, me parece.
Golpearon
a la puerta; entró Charlie. Le habían dejado la tarde libre, en la oficina; su
mirada denunciaba el propósito de una larga conversación, y tal vez poemas en
los bolsillos. Los poemas de Charlie eran muy fastidiosos, pero a veces lo
hacían hablar de la galera.
Grish
Chunder lo miró agudamente.
-
Disculpe - dijo Charlie, incómodo. No sabía que estaba con visitas.
-
Me voy - dijo Grish Chunder.
Me
llevó al vestíbulo, al despedirse.
-
Este es el hombre - dijo rápidamente -. Te repito que nunca contará lo que
esperas. Sería muy apto para ver cosas. Podríamos fingir que era un juego -
nunca he visto tan excitado a Grish Chunder - y hacerle mirar el espejo de
tinta en la mano. ¿Qué te parece? Te aseguro que puede ver todo lo que el
hombre puede ver. Déjame buscar la tinta y el alcanfor. Es un vidente y nos
revelará muchas cosas.
-
Será todo lo que tú dices, pero no voy a entregarlo a tus dioses y a tus
demonios.
-
No le hará mal; un poco de mareo al despertarse. No será la primera vez que
habrás visto muchachos mirar el espejo de tinta.
-
Por eso mismo no quiero volver a verlo. Más vale que te vayas, Grish Chunder.
Se
fue, repitiendo que yo perdía mi única esperanza de interrogar el porvenir.
Esto
no importó, porque sólo me interesaba el pasado y para ello de nada podían
servir muchachos hipnotizados consultando espejos de tinta.
-
Qué negro desagradable - dijo Charlie cuando volví -. Mire, acabo de escribir
un poema; lo escribí en vez de jugar al dominó después de almorzar. ¿Se lo leo?
-
Lo leeré yo.
-
Pero usted no le da la entonación adecuada. Además, cuando usted los lee,
parece que las rimas estuvieran mal.
-
Léelo en voz alta, entonces. Eres como todos los otros.
Charlie
me declamó su poema; no era muy inferior al término medio de su obra. Había
leído sus libros con obediencia, pero le desagradó oír que yo prefería a
Longfellow incontaminado de Charlie.
Luego
recorrimos el manuscrito, línea por línea. Charlie esquivaba todas las
objeciones y todas las correcciones, con esta frase:
-
Sí, tal vez quede mejor, pero usted no comprende adónde voy.
En
eso, Charlie se parecía a muchos poetas.
En
el reverso del papel había unos apuntes a lápiz.
-
¿Qué es eso? - le pregunté.
-
No son versos ni nada. Son unos disparates que escribí anoche, antes de
acostarme. Me daba trabajo buscar rimas y los escribí en verso libre.
Aquí
están los versos libres de Charlie:
Hemos
remado para vos cuando el viento estaba contra nosotros y con las velas bajas.
¿Nunca
nos soltaréis?
Comimos
pan y cebollas cuando os apoderabais de ciudades, o corrimos velozmente a bordo
cuando el enemigo os rechazaba.
Los
capitanes caminaban a lo largo de la cubierta, cantando, cuando hacía buen
tiempo; pero nosotros estábamos abajo.
Nos
desmayábamos con el mentón sobre los remos y no veíais que estábamos ociosos
porque aún sacudíamos el remo, adelante y atrás.
¿Nunca
nos soltaréis?
La
sal volvía los cabos de los remos ásperos como la piel del tiburón; la sal
cortaba nuestras rodillas hasta el hueso; el pelo se nos pegaba a la frente y
nuestros labios estaban cortados hasta las encías; y nos azotabais porque no
podíamos remar.
¿Nunca
nos soltaréis?
Pero
dentro de poco tiempo nos iremos por los escobenes como el agua que corre por
los remos, y aunque ordenéis a los otros que remen detrás nuestro, nunca nos
agarraréis hasta que atrapéis la espuma de los remos y atéis los vientos al
hueco de la vela. ¡A-Ho!
¡Nunca
nos soltaréis!
-
Algo así podrían cantar en la galera, usted sabe. ¿Nunca va a concluir ese
cuento y darme parte de las ganancias?
-
Depende de ti. Si desde el principio me hubieras hablado un poco más del héroe,
ya estaría concluido. Eres tan impreciso.
-
Sólo quiero darle la idea general... el andar de un lado para otro, y las
peleas, y lo demás. ¿Usted no puede suplir lo que falta? Hacer que el héroe
salve de los piratas a una muchacha y se case con ella o algo por el estilo.
-
Eres un colaborador realmente precioso. Supongo que al héroe le ocurrieron
algunas aventuras antes de casarse.
-
Bueno, hágalo un tipo muy hábil, una especie de canalla - que ande haciendo
tratados y rompiéndolos -, un hombre de pelo negro que se oculte detrás del
mástil, en las batallas.
-
Los otros días dijiste que tenía el pelo colorado.
-
No puedo haber dicho eso. Hágalo moreno, por supuesto. Usted no tiene
imaginación.
Como
yo había descubierto en ese instante los principios de la memoria imperfecta
que se llama imaginación, casi me reí, pero me contuve, para salvar el cuento.
-
Es verdad; tú sí tienes imaginación. Un tipo de pelo negro en un buque de tres
cubiertas - dije.
-
No, un buque abierto, como un gran bote.
Era
para volverse loco.
-
Tu barco está descrito y construido, con techos y cubiertas; así lo has dicho.
-
No, no ese barco. Ese era abierto, o semiabierto, porque... Claro, tiene razón.
Usted me hace pensar que el héroe es el tipo de pelo colorado. Claro, si es el
de pelo colorado, el barco tiene que ser abierto, con las velas pintadas.
Ahora
se acordará, pensé, que ha trabajado en dos galeras, una griega, de tres
cubiertas, bajo el mando del "canalla" de pelo negro; otra, un dragón
abierto de vikingo, bajo el mando del hombre "rojo como un oso rojo"
que arribó a Markland. El diablo me impulsó a hablar.
-
¿Por qué "claro", Charlie?
-
No sé. ¿Usted se está riendo de mí?
La
corriente había sido rota. Tomé una libreta y fingí hacer muchos apuntes.
-
Da gusto trabajar con un muchacho imaginativo, como tú - dije al rato -. Es
realmente admirable cómo has definido el carácter del héroe.
-
¿Le parece? - contestó ruborizándose -. A veces me digo que valgo más de lo que
mi ma... de lo que la gente piensa.
-
Vales muchísimo.
-
Entonces, ¿puedo mandar un artículo sobre Costumbres de los Empleados de Banco,
al Tit-Bits, y ganar una libra esterlina de premio?
-
No era, precisamente, lo que quería decir. Quizá valdría más esperar un poco y
adelantar el cuento de la galera.
-
Sí, pero no llevará mi firma. Tit-Bits publicará mi nombre y mi dirección, si
gano. ¿De qué se ríe? Claro que los publicarían.
-
Ya sé. ¿Por qué no vas a dar una vuelta? Quiero revisar las notas de nuestro
cuento.
Este
vituperable joven que se había ido, algo ofendido y desalentado, había sido tal
vez remero del Argos, e, innegablemente, esclavo o compañero de Thorfin
Karlsefne. Por eso le interesaban profundamente los concursos de Tit-Bits.
Recordando lo que me había dicho Grish Chunder, me reí fuerte. Los Señores de
la Vida y la Muerte nunca permitirían que Charlie Mears hablara plenamente de
sus pasados, y para completar su revelación yo tendría que recurrir a mis
invenciones precarias, mientras él hacía su artículo sobre empleados de banco.
Reuní
mis notas, las leí; el resultado no era satisfactorio. Volví a releerlas. No
había nada que no hubiera podido extraerse de libros ajenos, salvo quizá la
historia de la batalla en el puerto. Las aventuras de un vikingo habían sido
noveladas ya muchas veces; la historia de un galeote griego tampoco era nueva
y, aunque yo escribiera las dos, ¿quién podría confirmar o impugnar la
veracidad de los detalles? Tanto me valdría redactar un cuento del porvenir.
Los Señores de la Vida y la Muerte eran tan astutos como lo había insinuado
Grish Chunder. No dejarían pasar nada que pudiera inquietar o apaciguar el
ánimo de los hombres. Aunque estaba convencido de eso, no podía abandonar el
cuento. El entusiasmo alternaba con la depresión, no una vez sino muchas en las
siguientes semanas. Mi ánimo variaba con el sol de marzo y con las nubes
indecisas. De noche, o en la belleza de una mañana de primavera, creía poder
escribir esa historia y conmover a los continentes. En los atardeceres
lluviosos percibí que podría escribirse el cuento, pero que no sería otra cosa
que una pieza de museo apócrifa, con falsa pátina y falsa herrumbre. Entonces
maldije a Charlie de muchos modos, aunque la culpa no era suya.
Parecía
muy atareado en certámenes literarios; cada semana lo veía menos a medida que
la primavera inquietaba la tierra. No le interesaban los libros ni el hablar de
ellos y había un nuevo aplomo en su voz. Cuando nos encontrábamos, yo no
proponía el tema de la galera; era Charlie el que lo iniciaba, siempre pensando
en el dinero que podría producir su escritura.
-
Creo que merezco a lo menos el veinticinco por ciento - dijo con hermosa
franqueza -. He suministrado todas las ideas, ¿no es cierto?
Esa
avidez era nueva en su carácter. Imaginé que la había adquirido en la City, que
había empezado a influir en su acento desagradablemente.
-
Cuando la historia esté concluida, hablaremos. Por ahora, no consigo adelantar.
El héroe rojo y el héroe moreno son igualmente difíciles.
Estaba
sentado junto a la chimenea, mirando las brasas.
-
No veo cuál es la dificultad. Es clarísimo para mí - contestó -. Empecemos por
las aventuras del héroe rojo, desde que capturó mi barco en el sur y navegó a
las Playas.
Me
cuidé muy bien de interrumpirlo. No tenía ni lápiz ni papel, y no me atreví a
buscarlos para no cortar la corriente. La voz de Charlie descendió hasta el
susurro y refirió la historia de la navegación de una galera hasta
Furdurstrandi, de las puestas del sol en el mar abierto vistas bajo la curva de
la vela, tarde tras tarde, cuando el espolón se clavaba en el centro del disco
declinante "y navegábamos por ese rumbo porque no teníamos otro",
dijo Charlie. Habló del desembarco en una isla y de la exploración de sus
bosques, donde los marineros mataron a tres hombres que dormían bajo los pinos.
Sus fantasmas, dijo Charlie, siguieron a nado la galera, hasta que los hombres
de a bordo echaron suertes y arrojaron al agua a uno de los suyos, para aplacar
a los dioses desconocidos que habían ofendido. Cuando escasearon las
provisiones se alimentaron de algas marinas y se les hincharon las piernas, y
el capitán, el hombre del pelo rojo, mató a dos remeros amotinados, y al cabo
de un año entre los bosques levaron anclas rumbo a la patria y un incesante
viento los condujo con tanta fidelidad que todas las noches dormían. Eso, y
mucho más, contó Charlie. A veces era tan baja la voz que las palabras
resultaban imperceptibles. Hablaba de su jefe, el hombre rojo, como un pagano
habla de su dios; porque él fue quien los alentaba y los mataba imparcialmente,
según más le convenía; y él fue quien empuñó el timón durante tres noches entre
hielo flotante, cada témpano abarrotado de extrañas fieras que "querían
navegar con nosotros", dijo Charlie, "y las rechazábamos con los
remos".
Cedió
una brasa y el fuego, con un débil crujido, se desplomó atrás de los barrotes.
-
Caramba - dijo con un sobresalto -. He mirado el fuego, hasta marearme. ¿Qué
iba a decir?
-
Algo sobre la galera.
-
Ahora recuerdo. Veinticinco por ciento del beneficio, ¿no es verdad?
-
Lo que quieras, cuando el cuento esté listo.
-
Quería estar seguro. Ahora debo irme, tengo una cita.
Me
dejó.
Menos
iluso, habría comprendido que ese entrecortado murmullo junto al fuego era el
canto de cisne de Charlie Mears. Lo creí preludio de una revelación total. Al
fin burlaría a los Señores de la Vida y la Muerte.
Cuando
volvió, lo recibí con entusiasmo. Charlie estaba incómodo y nervioso, pero los
ojos le brillaban.
-
Hice un poema - dijo.
Y
luego, rápidamente:
-
Es lo mejor que he escrito. Léalo. Me lo dejó y retrocedió hacia la ventana.
Gemí,
interiormente. Sería tarea de una media hora criticar, es decir alabar, el
poema. No sin razón gemí, porque Charlie, abandonado el largo metro preferido,
había ensayado versos más breves, versos con un evidente motivo. Esto es lo que leí:
El
día es de los más hermosos, ¡El viento contento/ ulula detrás de la colina, /
donde dobla el bosque a su antojo, / y los retoños a su voluntad! / Rebélate,
oh Viento; ¡hay algo en mi sangre/ que no te dejaría quieto! / Ella se me dio,
oh Tierra, oh Cielo;/ ¡mares grises, ella es sólo mía! / ¡Que los hoscos
peñascos oigan mi grito, / y se alegren aunque no sean más que piedras! / ¡Mía!
La he ganado, ¡oh buena tierra marrón, / alégrate! La primavera está aquí; /
¡Alégrate, que mi amor vale dos veces más / que el homenaje que puedan rendirle
todos tus campos! / ¡Que el labriego que te rotura sienta mi dicha / al
madrugar para el trabajo!
-
El verso final es irrefutable - dije con miedo en el alma. Charlie sonrió sin
contestar.
Roja
nube del ocaso, proclámalo: soy el vencedor. ¡Salúdame, oh Sol, como dueño
dominante y señor absoluto sobre el alma de Ella!
-
¿Y? - dijo Charlie, mirando sobre mi hombro. Silenciosamente puso una
fotografía sobre el papel. La fotografía de una muchacha de pelo crespo y boca
entreabierta y estúpida.
-
¿No es... no es maravilloso? - murmuró, ruborizado hasta las orejas -. Yo no
sabía, yo no sabía... vino como un rayo.
-
Sí, vino como un rayo. ¿Eres feliz, Charlie?
-
¡Dios mío... ella... me quiere!
Se
sentó, repitiendo las últimas palabras. Miré la cara lampiña, los estrechos
hombros ya agobiados por el trabajo de escritorio y pensé dónde, cuándo y cómo
había amado en sus vidas anteriores.
Después
la describió, como Adán debió describir ante los animales del Paraíso la gloria
y la ternura y la belleza de Eva. Supe, de paso, que estaba empleada en una
cigarrería, que le interesaba la moda y que ya le había dicho cuatro o cinco
veces que ningún otro hombre la había besado.
Charlie
hablaba y hablaba; yo, separado de él por millares de años, consideraba los
principios de las cosas. Ahora comprendí por qué los Señores de la Vida y la
Muerte cierran tan cuidadosamente las puertas detrás de nosotros. Es para que
no recordemos nuestros primeros amores. Si no fuera así, el mundo quedaría
despoblado en menos de un siglo.
-
Ahora volvamos a la historia de la galera - le dije aprovechando una pausa.
Charlie
miró como si lo hubiera golpeado.
-
¡La galera! ¿Qué galera? ¡Santos cielos, no me embrome! Esto es serio. Usted no
sabe hasta qué punto.
Grish
Chunder tenía razón. Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y el
cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría.